El otro día fui a llevar comida para los loritos incautados en el Chaco.
Son un poco más de 200, y una buena parte de ellos ni siquiera tiene plumaje, de tan jóvenes que son. Vi fotos de los avances, pude ver niños loros de hermoso plumaje y robusta consistencia, saltando sobre sandías, mirando por las ventanas esperando el momento exacto para volver a ese lugar que prácticamente no recuerdan, pero al que saben que pertenecen.
Al volver a casa, expresé estos sentimientos a mi mamá, y ella los compartió conmigo. Nos sentíamos bien de que aún haya gente a la que le importa la fauna. Acto seguido, con una sonrisa divina y una expresión de inocencia, me dijo “Yo pensé que ibas a traer uno para tu sobrino”. Esperá, ¿qué iba a qué? “Y sí, a traer un lorito para que viva acá”. Le expliqué que eso, contrariamente a nuestro sentimiento anterior, estaba mal. “La gente no puede tener loritos, mamá”, le expliqué. “Por eso los indios los cazan de tan jóvenes. Después muchos de los pajaritos mueren por roturas múltiples, otros por el calor, otros pierden la capacidad de la vista debido a los maltratos. Son salvajes. Uno no les corta las alas. Cortémosle nomás las patas a la perrita, así se queda para siempre en la pieza y deja de orinar dentro de la casa”.
Mi mamá me observó. Un minuto después, me dijo “Sí, pero acá va a tener amor, pues”. Ahora era yo quien la observaba. De pronto, me di cuenta que no era ella el problema. Porque… ¿Cómo decirlo? Conocen el término «conciencia colectiva«, ¿no? Bueno, ésta es la «contrariedad colectiva», y está aferrada a nosotros como los bichos de Invasion of the Body Snatchers.
¿Se dieron cuenta de cómo la gente se queja y sufre con el tráfico? Después suben a su auto y van a 14 km/h, con una cola atrás suyo más larga que en fiesta de año nuevo. Esa gente amiga nuestra, que va por las calles y simula una lágrima al ver la suciedad y la basura. Entonces, se come un chocolate por la ansiedad, o se toma una cerveza para mitigar esas penas –mientras maneja, encima-, y el envoltorio o la latita sale volando de su ventana. Esa persona actúa igual a mi mamá, o actúa igual a esa gente que le da “like” y “compartir” a las páginas del Facebook con títulos como Liberar al Tíbet, Salvar a las hormigas akangó, Adoptar murciélagos africanos, o Ayudar a que le levanten el sueldo a un niño filipino que fabricó tus zapatos favoritos. Y nunca, jamás, se mueve de su silla, de su cama; y no se acerca ni un centímetro más a su billetera.
No pasás desapercibido haciendo esas cosas. Al contrario, es tan llamativo que se vuelve molestoso. Porque, a pesar de que las palabras son de lo más hermoso que existe, siempre tienen que estar acompañadas de una acción. Es como un combo de comida rápida. Y seamos sinceros, si hablás y pedís un sándwich triple con pepinos, acompañado de papas grandes y gaseosa, y recibís una hamburguesa anoréxica, ¿qué vas a hacer? ¿le vas a dar “no me gusta” a la página de esa marca, o le vas a decir a el/la cajero/a, “esperame na un poco, amiwo. He detectado aquí un problema”?